Los lazos de amor que unen a padres e hijos son los más poderosos en las relaciones humanas. Se forman desde el momento de la concepción. Tanto el padre como la madre sueñan y fantasean sobre cómo va a ser ese hijo de adulto y aspiran a acompañarlo en todas las etapas de su vida. Cuando nace el hijo, la mamá recibe al recién nacido sobre su vientre para conocerlo y para sentirlo físicamente, para olerlo, para percibir su piel, su calor. Desde ese instante se empieza a construir un vínculo: el más satisfactorio y menos ambivalente de la vida. El amor entre la madre y el hijo es incalificable y es la recompensa a tantos sacrificios, a tantas renuncias. Para el padre, el recién nacido es su prolongación, en él pone todas sus expectativas, ya sea para que continúe lo que él es, si se siente satisfecho, o para que cumpla aquello que él no pudo lograr. El padre además promete a ese hijo cuidarlo, protegerlo y mantenerlo a salvo.
Cuando muere un hijo los padres sienten que perdieron una parte de sí mismos, porque en el amor que le tienen hay también una parte de ellos. Al perderlo, se pierde, al menos transitoriamente, esa parte que por identificación estaba en ese hijo. Además, los padres sienten que pierden todo el esfuerzo y las esperanzas que habían sido invertidas en ese hijo. Por otra parte, están los proyectos de vida que los padres se forjan cuando nace un hijo o aún antes de concebirse. Todos esos proyectos quedan “truncos”, sin finalizar, se pierde lo que se soñó, lo que se tuvo y no se tuvo. Todo lo que se había forjado con el tiempo se desvanece en un “abrir y cerrar de ojos”. El hijo con el que se sueña para el futuro ya no está y acomodar esta nueva realidad a nivel cognitivo y afectivo no es sencillo, por eso se le llama proceso de elaboración de duelo, y es, exactamente así, un proceso donde cada quien tiene su propio ritmo para llevarlo a cabo.
También hay factores relacionados con la cultura donde las madres, sobre todo, acostumbran a decir “mi hijo no me come”, hablan del hijo que no desea comer, pero la trampa lingüística está en el “no me” como si la “madre nutricia” se percibiera a sí misma como alimento. Pareciera ocurrir lo mismo al decir “perdí una parte de mí”, en realidad lo que se perdió fue un hijo, no una parte del propio cuerpo, pero por simbiosis se “fusiona” la relación con ese hijo fallecido y la sensación de dolor y pérdida traspasa los poros y el alma haciendo sentir a los padres que no es sólo su hijo el que muere, sino también una parte de ellos mismos.
Los padres, además, pierden razón, futuro, porque la muerte del hijo provoca una desorganización temporal de la manera de ver la vida, pues lo que ocurrió es un evento traumático. Pierden la capacidad de predecir porque se interrumpe la continuidad que omnipotentemente creían asegurada. Pierden futuro, porque en el hijo que muere, los padres habían puesto sus esperanzas y su muerte implica un ciclo que no llega a término.
Frente a la muerte de un hijo los padres quedan expuestos a su propia impotencia. Por naturaleza humana, pareciera que todo se quiere controlar o, al menos, sentir controlado, aunque racionalmente se sabe que eso es imposible, que en realidad nada en la vida está bajo control. Un ejemplo de ello es cuando un hijo sale por la noche; generalmente, los padres se quedan preocupados y despiertos hasta que él llega, porque así sienten que lo están controlando a la distancia, sienten que así no le va a pasar nada. Ese control se les quiebra cuando el hijo muere. Y como no les funcionó, se sienten culpables. Debido a que los padres asumen que era su deber de protectores y cuidadores tener control sobre todo lo que le pueda suceder a los hijos, cuando alguno muere aflora la culpa como una forma de explicar lo sucedido. Muchos padres asumen culpas que, vistas desde afuera, se perciben absurdas porque los padres se miden a sí mismos de manera diferente. Por ejemplo, hay padres que se preguntan si estuvo bien traer al mundo a ese hijo, ya que vino sólo a sufrir. Las culpas alimentan el “sentirse mal” y dificultan avanzar en la elaboración del duelo.
Transcripción del libro: “La otra cara del dolor” de Susana Roccatagliata, (pág. 21 a 23).
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